lunes, 31 de agosto de 2009

Soledad.

Yo siempre he creído que el dolor, la tristeza, y demás sentimientos parecidos, formaban parte de, no de la vida en sí, sino de mi vida en sí. Y no me equivocaba.
Van pasando los años, pero pase lo que pase tengo las mismas sensaciones de odio, de rabia, de ira, de impotencia, de un dolor que te desgarra por dentro y no sabes como sacarlo de tí. Pero no me refiero a un dolor normal, de cuando tropiezas por la calle y te comes una farola. No. Me refiero a ese dolor que a primera vista no se ve, que escondo cada día entre risas para que no salga a flote, ese dolor que te consume por dentro y consigue quitarte las ganas de todo.
Las ganas de seguir, de luchar, de seguir aguantándote las lágrimas aunque te arda el párpado.
Pero un día, toda la fortaleza que has creado a tu alrededor, se desmorona. Los cimientos que rigen tu vida se caen. O mejor dicho, alguien los tira con una apisonadora. Sin saber por qué. Sin razón. Y entonces es cuando te das cuenta que todo el dolor que has pasado, todo lo que has sufrido, no tiene comparación contra el que está por venir.
Y ahí es cuando te hundes. Cuando no sabes qué hacer. Cuando ves una vida que se consume en cuestión de días, con suerte, en cuestión de meses.
Y lo peor es que te pasa justo en el momento en el que habías aprendido a ser feliz. A respirar sin miedo, a creer en que hay algo que te protege. Pero no. La vida no es tan bonita como la pintan.
Justo cuando lo ves todo color de rosa, viene algo o alguien, no sé, que lo tiñe todo de negro.
Entonces es cuando, pese a lo que hayas pensado anteriormente, pese a que antes hayas creído estarlo, estás sola. Y la soledad puede ser tu peor enemiga si viene acompañada de impotencia, tristeza y dolor. Porque lo peor que te puede pasar es perderlo todo. Hasta la esperanza. Y entonces es cuando no te queda nada.